WITOLD GOMBROWICZ



CONTRA LOS POETAS


Sería más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas
reverencias y con voz altisonante,¡Ah, Shelley! ¡Ah, Stowacki! ¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y, sin embargo, me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear este ritual en nombre..., sencillamente en nombre de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo cuidar
de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra firme bajo  mis pies.
Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado, puede
parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto ante
vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me
aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por otra parte,
llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente la poseo y
en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o sencillamente con ocasión
de una corriente puesta de sol, me pongo a temblar como los demás mortales.
¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece
ese ritmo y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo,
nada más ridículo, que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?
Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una particular carencia mía en este sentido..., si no fuera por ciertos experimentos..., ciertos experimentos científicos... ¡Qué maldición para el arte, Bacori! Os aconsejo que no intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que este campo no lo admite; toda la pomposidad sobre el tema es posible sólo a condición de que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué punto se corresponde con la realidad. Vaya cosas que veríamos si nos pusiéramos a investigar, por ejemplo, hasta qué punto una persona que se
embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con Bach, esto es, hasta qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach. ¿Acaso no he llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera «Arroz con
leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que consistían en ponerme
a aporrear el instrumento, tras haberme asegurado el aplauso de unos cuantos expertos que estaban al corriente de mi intriga y tras anunciar que iba a tocar música moderna. Qué suerte que aquellos que discurren sobre el arte con el
grandilocuente estilo de Valéry no se rebajan a semejantes confrontaciones.
Quien aborda nuestra misa estética por este lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente madurez constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde reina el bluff, la mistificación; el
esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será muy buena gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de vez en cuando al mismo Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un cura descalzo y con pantalón corto.
He realizado los siguientes experimentos: combinaba frases sueltas o
fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un grupo
de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el
arrobamiento general de dichos admiradores; o bien me ponía a interrogarles
detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así constatar que los «admiradores» ni siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo hasta el final? ¿Deleitarse tanto con la «precisión matemática» de la palabra poética y no percatarse de que esta precisión está puesta radicalmente patas arriba? ¿Mostrarse tan sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé qué sutilidades y matices, para
al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan elementales?
Naturalmente, después de cada uno de semejantes experimentos había grandes protestas y enfados, mientras los admiradores juraban y perjuraban que en realidad las cosas no son así..., que no obstante...; pero sus argumentos nada podían contra la dura realidad del Experimento.
Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles de hombres escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios se han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado, y ante toda esta montaña de gloria me éncuentro yo con mi sospecha de que la misa poética se desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera divertirme con esta situación, estaría seguramente muy aterrorizado. A pesar de esto, mis experimentos han fortalecido mis ánimos, y ya con más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión atormentadora: ¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las mismas razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como natillas. En la poesía pura,
versificada, el exceso cansa: el exceso de palabras poéticas, el exceso de metáforas, el exceso de sublimación, el exceso, por fin, de la condensación y de la depuración de todo elemento antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químico.
El canto es una forma de expresión muy solemne... Pero he aquí que a lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos cantores al cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el tiempo se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al otro en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las multitudes, sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad constante, en un continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide
cuya cumbre alcanza los cielos y a la que admiramos desde abajo, desde la tierra, levantando las narices hacia arriba. Lo que iba a ser una elevación momentánea de la prosa se ha convertido en el programa, en el sistema, en la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es ingeniero o médico. El
poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya no lo dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso.
Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte cometido más importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca deberíamos perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por tanto, nunca deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado nuestras posibilidades convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de una postura tan falsa, es más, casi pretenciosa, como la de un «cantor», con
más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero nosotros, hasta ahora, en lo que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y tiempo a perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener ante ellos una
autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación adecuada entre nosotros y nuestra postura. Podría parecer que la Forma es para nosotros un valor en sí mismo, independientemente del grado en que nos enriquece o
empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos preocupamos demasiado por la cuestión de hasta qué punto conserva todavía algún vínculo con nosotros. Cultivamos la poesía sin prestar atención al hecho de que lo bello no necesariamente tiene que «favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa.
Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que podríamos llamar
religioso, trata de echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura
humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la Poesía, o
el Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro espíritu, más
insubordinada, intenta justamente devolverle al hombre su autonomía y su
libertad con respecto a estos Dioses y Musas que, al fin y al cabo, son su
propia obra. En este último caso, la palabra «arte» se escribe con minúscula.
Es indudable que el estilo capaz de abarcar ambas tendencias es más
completo, más auténtico y refleja con más exactitud el carácter antinómico
de nuestra naturaleza que el estilo que con un extremismo ciego expresa
solamente uno de los polos de nuestros sentimientos. Pero, de todos los
artistas, los poetas son probablemente los que con más ahínco se postran de
hinojos -rezan más que los otros-, son sacerdotes par excellence y ex
professio, y la Poesía así planteada se convierte sencillamente en una
celebración gratuita. Justamente es esta exclusividad lo que hace que el
estilo y la postura de los poetas sean tan drásticamente insuficientes, tan
incompletos.
Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que el artista debe
expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo, también tiene que
cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en el
mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también
la del mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un
error de estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por todo
el mundo, mientras en realidad los hombres ni me aprecian ni me tienen
simpatía, también cometo un error de estilo. Si, en cambio, queremos tomar
conciencia de nuestra verdadera situación en el mundo, no podemos eludir la
confrontación con otras realidades diferentes de la nuestra. El hombre
formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen, el
hombre que es producto exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo
peor y más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y
ha convivido con gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa
religiosidad suya, no compensada por nada, esa entrega absoluta a la Poesía,
sino también su política de avestruz en relación con la realidad: porque ellos
se defienden de la realidad, no quieren verla ni reconocerla, se abandonan
expresamente a un estado de ofuscamiento que no es fuerza, sino debilidad.
¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no buscan únicamente a
sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que estos versos no son
producto exclusivo de un hombre determinado y restringido? ¿Es que no son
herméticos? Obviamente, no les reprocho el que sean «difíciles», no pretendo
que escriban «de manera comprensible para todos» ni que sean leídos en las
casas campesinas pobres. Sería igual a pretender que voluntariamente
renunciaran a los valores más esenciales, como la conciencia, la razón, una
mayor sensibilidad y un conocimiento más profundo de la vida y del mundo,
para bajar a un nivel medio; ¡oh, no, ningún arte que se respete lo aceptaría
jamás! Quien es inteligente, sutil, sublime y profundo debe hablar de manera
inteligente, sutil y profunda, y quien es refinado debe hablar de un modo
refinado, porque la superioridad existe, y no para rebajarse. Por tanto, no es
malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí
es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de
unos mundos y tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un
autor que defiende obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo
digo para que no se me eche en cara que practico un género que combato),
mis obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen
otros mundos. Y si no escribo para el pueblo, no obstante escribo como
alguien amenazado por el pueblo o dependiente del pueblo, o creado por el
pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por la cabeza adoptar una pose de
«artista», de «escritor», de creador maduro y reconocido, sino que ;
precisamente represento el papel de candidato a artista, de aquel que sólo
desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo que frena
mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo de gente
afín a mí, sino precisamente en relación y en '' contacto con el enemigo.
¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta si cae en manos no
de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como cualquier otra
expresión, un poema debería ser concebido y realizado de manera que no
deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que no tuviese que
gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no deshonren al creador ni
siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten. Porque ningún poeta es
exclusivamente poeta, y en cada poeta vive un no-poeta que no canta y a
quien no le gusta el canto...; el hombre es algo más vasto que el poeta. El
estilo surgido entre los adeptos de una misma religión muere en contacto con
la multitud de infieles; es incapaz de defenderse y de luchar; es incapaz de
vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho.
Permitidme que os muestre la siguiente escena... Imaginémonos que en un
grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a cantar. Su
canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere darse
cuenta de ello; no, él se comporta como si encantara a todo el mundo;
pretende que todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un
reconocimiento incondicional a su papel de Vate; y aunque nadie le da mayor
importancia a su canto, él adopta una expresión como si su palabra tuviera un
significado decisivo para el mundo; lleno de fe en su Misión Poética lanza
anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no quiere reconocer
ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a él, le
atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera desenvuelta,
natural ni directa, sino en una forma heredada de otros poetas, una forma
que perdió hace tiempo el contacto con la directa sensibilidad humana; y así
no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la Poesía; siendo
Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo pretende que los
demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de rodillas ante sí
mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido llevar un peso
excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree en la fuerza de la poesía,
sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se ofrece a los demás, sino que
los obliga a que reciban este don divino como si fuera una hostia. En un
estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una grieta por la cual
desde el exterior pudiese penetrar la vida? Y al fin y al cabo no hablamos aquí
de un cantor de tercera fila, no, todo esto también se refiere a los poetas más
célebres, a los mejores.
Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que cantan en el vacío. Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor... o hasta con repulsión... ¡Pero no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!
Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el estilo
y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya no
encuentra apoyo en nada..., se convierte en juguete de los elementos. A
partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano
concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos
en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo
empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno,
se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que
metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas
«añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de
un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se refiere a
los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El estrechamiento del
lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo, lo cual ha provocado
el que hoy en día los versos no sean más que una docena de «vivencias»
consagradas, servidas en insistentes combinaciones de un vocabulario mísero.
A medida que el Estrechamiento se iba volviendo cada vez más Estrecho,
también la Belleza no frenada por nada se volvía cada vez más Bella, la
Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada vez más Noble, la Pureza
cada vez más Pura. Si por un lado el verso, privado de frenos, se ha hinchado
hasta alcanzar las dimensiones de un poema gigantesco (similar a una selva
conocida de verdad sólo por unos cuantos exploradores), por otro lado
empezó a condensarse reduciéndose a un tamaño ya demasiado sintético y
homeopático. Asimismo se empezó a hacer descubrimientos y experimentos
con cara de ser los únicos enterados; y, repito, ya nada es capaz de frenar
esta aburrida orgía. Porque no se trata aquí de la creación de un hombre pare
otro hombre, sino de un rito celebrado ante un altar. Y por cada diez versos,
habrá al menos uno dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o
a la glorificación de la vocación del Poeta.
Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios únicamente de
los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha hecho grandes
estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte de Virgilio, de
Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentamos la misma sensación:
que la «eminencia» y la «grandeza» de estas obras se realizan en el vacío, que
pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe que son grandes..., pero
que de algún modo nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos..., puesto que
fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en
el Arte o en otra abstracción. Esta prosa surgió del mismo espíritu que ilumina
a los poetas, e indudablemente, por su esencia, es «prosa poética».
Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las personas de los poetas y
del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus acólitos, nos
sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben 'para
los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se rinden
honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no difiere
mucho de otros mundillos especializados y herméticos: los ajedrecistas
consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus
jerarquías, hablan de Capablanca con el mismo sentimiento religioso que los
poetas de Mallarmé, y uno confirma al otro en la convicción de su propia
importancia. Pero los ajedrecistas no pretenden tener un papel tan universal,
y lo que después de todo se puede perdonar a los ajedrecistas, se vuelve
imperdonable en el caso de los poetas. Como consecuencia de semejante
aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los poetas mediocres se hinchan de
manera apocalíptica, mientras problemas insignificantes cobran una
importancia desorbitada. Recordemos, por ejemplo, las tremendas polémicas
acerca del tema de las asonancias, y el tono en que se discutía esta cuestión:
parecía entonces que el destino de la humanidad dependiera de si era lícito
rimar de forma asonante. Es lo que ocurre cuando el espíritu del gremio llega
a dominar al espíritu universal.
Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas.