jueves, 20 de febrero de 2014

MANOS SECAS - Fernando Rojas


No sé cuándo (o me niego a recordar) comenzaron a secarse mis manos, pero podría afirmar que no le di demasiada importancia en ese momento. Tampoco hubiese servido. Ahora ya está. Apenas logro agarrar (y ser conciente de que agarro) la lapicera para escribir estas líneas defectuosas. Ya no tengo tacto. No tengo humedad en la piel. Los objetos resbalan de mis dedos de cal sin yo sentir cuando resbalan, pero viendo que resbalan, mientras un estremecimiento ineludible me pone la piel de gallina y me eriza los pelos de la nuca y de los brazos con un ambiguo escalofrío hacia la espina dorsal. He intentado hasta el hartazgo con cremas y ungüentos de clases diversas y no faltaron allegados que me recomendaran esto, aquello y lo otro (todo inútil) ni quienes evocaran casos de su conocimiento supuestamente idénticos al mío… Fui a clínicas renombradas con laboratorios dermatológicos, le pagué dinero que no tenía a agoreros, a brujos (chantas todos), apliqué recetas de abuela a base de aceite de cocina y azúcar, conseguí hojas de aloe vera y de otras plantas, e intenté dejar de pensar. Lo intenté. Pero después pensé, que cada cierto tiempo, nos topamos con realidades que establecen una antítesis a nuestra experiencia previa. Según los cojones o la curiosidad que tenga cada quien, cada quien atraviesa su crisis hasta sacarle un sentido al apremio. Se llama cristalizar experiencias y se hace poniendo en práctica la lección vital que bien explica el tango ensamblado en mis sesos: “¡primero hay que saber sufrir!”, sufrir lo que dure la cosa, hasta volver cliché lo novedoso que nos quita el sueño, animarse a sufrirlo hasta tenerlo de amigo y cerrarle el pico a esa voz tortuosa para “al fin andar sin pensamiento”. ¡Curtirse! ¡Éso es cristalizar experiencias! Es tener calle (y el entorno que también hace lo suyo). Calle y vereda (porque según los vínculos uno avanza o retrocede). Avanza, retrocede y se estanca en discursos empantanados de elucubraciones como estas a las que me condujo la falta de tacto… Es muy difícil pensar cosas inteligentes.

¿Enfrento la realidad sin pensamiento… o elijo qué pensar? ¿Es posible pensar sin oler, sin degustar o sin tocar? Compruebo bastante a menudo que ni el espíritu más humanitario se detiene a pensar por un segundo que mi padecimiento acarrea una serie de males sutiles que lesionan mi integridad y mi honor aparte de la evidente necesidad utilitaria ya suficientemente inobjetable. Una de esas sutilidades es no poder tocar, pero tocar verdaderamente, a la mujer que quiero y que amo (no siempre se dan las dos cosas juntas). Estoy casi seguro de que ella también me quiere y me ama y durante nuestros arrebatos amatorios me ordena que la toque... pero a  mí me angustia hacerlo porque dicha acción es un contacto inorgánico que no podría capturar su piel con la palma codiciosa de apretar húmedamente para disminuir el ímpetu luego, como distraído, como desajustando cuerdas la tensión de los nudillos y dejándolos caer descubriendo milímetro a milímetro todo su cuerpo acariciado, lo mismo que una lengua acaricia con su tacto las texturas yo quisiera que las yemas de mis dedos fueran como cinco lenguas cuando estoy con ella… Es desesperante. Me mortifico mucho por esto y ella lo sabe. Días atrás me dio a entender que yo exagero un poco (se dice: no enroscarse; se dice: no hacerse la cabeza; se dice: relajarse) y yo me quedé exageradamente callado porque me pareció una exageración decirle que me entristece todo lo que me aleje de ella… Entonces los dos nos quedamos callados sospechando que ninguno de los dos quería que nos quedáramos callados completamente ya que es espantoso el silencio de una persona cuando la queremos... Pero en ese momento me quise abandonar (aunque parezca exagerado) creyendo haber adquirido una inteligencia emocional más o menos digna y madura aunque necesitara que me escondieran las uñas para no devorarlas como un adicto microsuicida... Pero es muy difícil sentir de un modo inteligente. En ocasiones es más práctico deprimirse ante las sinrazones del corazón cuando nos hacen sentir tan pero tan cursis… yo en aquel momento quise esconderme en una noche a la que nadie pudiese entrar sin mi permiso y ponerme a llorar. La gente se enamora de la mejor forma que puede, no es que sea mala...  

Además no es a mi mujer solamente que me gusta acariciar…

También me gusta acariciar mis libros como a Bolaño…

Incluso los pulgares vehementes en el interior oculto de los párpados, como si me los quisiera sacar para archivarlos cuando me despierto… 

Me gusta el movimiento maravilloso de dedos contra dedos acolchonadamente oprimidos al cerrar el puño... 

¿No habrá por algún lugar un Cristo barbado para sanarme con su magia suprema como al tipo de la Biblia?
He visitado a todos los especialistas, a los profesionales más diversos y no he logrado resultados a mi problema, sólo he sido provisto de diagnósticos tan divergentes y engañosos como las ideas, los conceptos, los proyectos, las teorías… todas perecen… no obstante, todas, tengan la utilidad de sacarnos de a ratos de la incertidumbre, a lo mejor son como treguas, pensamientos que en ciertos casos nos calman pero que jamás curan con las tediosas y fascinantes preguntas que lo hacen todo complejo. La que mi desgracia ahora me dicta: ¿De los sentidos del hombre cuál es el más prescindible? Diríamos, sin pensarlo, como si cayese de maduro como la manzana de Newton, que ninguno. Pero, para pensarlo a la inversa, no son pocos los que estarían tentados a otorgarle mayor importancia a la vista, a la audición y nos figuraríamos que la mudez es un espanto pero… ¿quién ha pensado genuinamente en el gusto, en el olfato o en el tacto… que anhelo ahora con tanto ahínco? ¿No nos otorgan nuestros sentidos una memoria y a lo mejor una nostalgia ya que no la verdad de las cosas, diría Descartes? ¿No hubo libros que fueron, primeramente, el olor del papel, el olor de la tinta que auspiciaba una leyenda e incitaba a una ansiedad infantil a sumergirse en aquel incierto viaje? ¿No hubo acaso una canción en la que se haya quedado atrapado un tiempo vivido que ¡olía! distinto? (Casi lo puedo oler después de tantos años, pero sólo casi y sólo a veces…) Bien podría un hombre común y corriente de cualquier parte con la edad de medio siglo encima, ante cierta combinación de acordes y de cuatro versátiles oriundos de Liverpool, dejarse llevar por las reminiscencias que afloran acaso de todo el rock de aquellos años o por el único y neto recuerdo de los hippies o el movimiento antiimperialista o el amor libre o la marihuana o la juventud contestataria o la juventud psicodélica o la juventud del mundo predicando con barricadas y graffitis que rezan “seamos realistas: pidamos lo imposible” u otra sombra que el hombre de cinco décadas vislumbra a través de aquel tiempo dorado extinto y exclama para sí mismo: “qué época de cuento la de aquellos años que viví y en aquel momento no sabía…”

¿Cómo ser totalmente nosotros si se nos arrebata cualquier don con el que hemos nacido y transcurrido durante un considerable tramo de nuestra vida? Que sea un don ya no nos importa cuando nos lo apropiamos... nace el dolor de haberlo perdido. (El ¡apego! de uno a las cosas…) Es lo que adoptamos como creencia, sea apócrifo o verdadero, lo que define sentimientos y conductas. Sobrevaloramos lo que nos importa y sobrevaloramos la pérdida de lo que nos importa y lo que nos importa nos impulsa a expresarnos de la forma que sea, aunque no tengamos nada inteligente para decir. Es muy difícil tener algo inteligente para decir. Cuando aparecen las ideas tienen mucha fuerza pero el paso del tiempo la vuelve medio ocres, hay que saber qué conviene decir pero también cuándo… y dónde y a quién… Aparecen en la mente cosas absurdas, me refiero en este momento (la sordera de Beethoven y la ceguera de Borges o la sangre viva de Vincent por la habitacioncita chorreando a sus botas puestas y a los girasoles...) absurdas cosas que más vale no confesarlas o se echaría a perder este existencialismo de pantalón corto y ojotas que podría finalizar con el recuerdo de una tarde en la que tuve una larga discusión con una persona que confrontaba su idiosincrasia dionisíaca contra mis estructuras apolíneas: (Yo me le plantaba intransigente porque en verdad por aquellos días, en secreto, consideraba muy en serio volcarme a la locura y quise estar bien seguro ¡antes! de hundirme en mi ocaso). Estuvimos varias horas así, hasta que cansada esta persona de discutirme, sin lograr la admisión más mínima de mi parte, me dijo rozagante y sin arrogancias: “yo creo lo que me conviene”. Y no discutimos más.
Ojalá lograse alguien hacerme creer que aún tienen mis manos su virtud natal. 

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