lunes, 15 de abril de 2013

SEIS GRADOS Por LUCRECIA LABARTHE

 
En el piso de arriba vive un adolescente, llamado David. Tiene una sonrisa espléndida, tan festiva y tan plena que cada vez que lo veo siento el impulso de abrazarlo y reir. Es un muchacho cálido como la arena, cercano y suave como la brisa, pero no puedo tocarlo, ni siquiera rozarlo porque es judío practicante. Los judíos creen que no se debe tocar a las mujeres porque pueden estar en estado de impureza, es decir pueden estar menstruando. Para ellos esta sangre, la que brota del útero del que brota la vida, es impura. No así la sangre de los hombres, la que generalmente sólo vemos cuando están de por medio la violencia, la enfermedad o la muerte.
La madre de David está muerta. Se llamaba Miriam. El día 18 de julio de 1994 estaba trabajando en un nuevo empleo al que todavía no lograba adaptarse. A las diez menos diez de la mañana estaba borrando las palabras "le agradezco la gentileza", recordando el inapropiado sentido en que el vocablo "gentil" podría interpretarse. Suspiró y al mirar por la ventana se fijó en un hombre que caminaba con rapidez hacia la esquina. Era muy alto y moreno y le vino a la cabeza la palabra "dinaroide", como pescada del lago de los recuerdos escolares. Fue lo último que pensó.
Munir, el hombre al que Miriam vio, también murió ese día. Dejó una hija, llamada Lila, que vivía en Aaliqan, en la provincia de Muhafazat Dara y tenía doce años. Cuando su padre moría en Buenos Aires, ella estaba menstruando por primera vez. Diez años después de aquello contrajo matrimonio con Hossein y fueron a vivir a Hamadán, la ciudad donde los esperaban los padres del novio.
El 5 de agosto del 2010, Lila concurrió a ver al presidente de su país adoptivo, Mahmoud Ahmadineyad, que visitaba la ciudad. Esperaba con emoción apretando la mano de su hijo mayor cuando repentinamente se oyó una explosión y un fogonazo cruzó la calle engalanada. Lila sintió un mareo, su vista se ensombreció por un momento y en la oscuridad vio nítidamente la cara de su padre. A empujones surcaron el caos y una vez en la casa se enteraron que había sido solamente un petardo. Lila se cubrió el vientre con las dos manos y supo, sin lugar a dudas que esperaba otro hijo.
Más de dos años después, cuando Ahmadineyad supo de la muerte de Hugo Chavez Frías, sintió algo parecido a lo que había experimentado aquella tarde en Hamadán. Fue una sensación de vacío, de oquedad, como si le hubiesen extraido súbitamente el aire. Mahmoud sabía que su cuerpo reaccionaba así frente a las amenazas veladas, mediatizadas, las que no se resolvían en una violencia inmediata sino que se insinuaban diariamente en las fronteras del sueño. En su mente comenzó a formarse una imagen de Caracas y percibió la marea de duelo interminable que se desplegaba desde el sur hacia el ocaso.
Desde hace más de tres días, Elena Frias no para de llorar. Es un llanto suave, de letanía, de viernes santo. Siente que se abandona, que se entrega a un dolor manso, mórbido. La gente no para de llegar, la gente es infinita. Elena tiene los ojos y las manos exhaustos. Al tercer día ve a ese hombre intenso y serio, lo señala y le dicen que es el presidente de Irán. Ella siente que lo conoce, que lo recuerda. Se acerca a él y lo percibe cálido como la arena, cercano y suave como la brisa y su presencia le toca el centro exacto de la angustia. El le ofrece sus manos como en oración y ella las encierra entre las suyas al tiempo que inclina la cabeza sobe su hombro. Jamás hubiese podido imaginarse que a sus setenta y ocho años está cometiendo un pecado con ese hombre. Porque ella, mujer,es Fitnah o fuente de tentaciones, distintas y peores tentaciones que aquellas que ofrecen los hombres que los rodean por doquier, aquellos con los que puede desatarse una guerra que resuelva las cosas por medio la violencia, la enfermedad o la muerte.

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