jueves, 26 de abril de 2012

FRAGMENTO DEL LIBRO DE MANUEL de JULIO CORTÁZAR

 
Sos una chica formidable, dijo Oscar metiendo toda la cara en el pelo de Gladis, vos misma no sabes lo formidable que sos. No tengo la menor idea, dijo Gladis sorprendida de veras, pero no me despeines por favor, hay un artículo terrible del reglamento interno. Te quiero mucho y sos formidable, insistió Oscar, y cómo le hubiera gustado ponerla del lado de la luna llena, decirle eso que no sabía cómo decirle porque Gladis se hubiera quedado mirándolo, algo como tené cuidado cuando des el salto, o ahí arriba está lleno de vidrios rotos, ¿no los ves brillar?, realmente estaba un poco neura porque la cosa se volvía obsesiva, era idiota y hasta peligroso, sobre todo la idea de dar el salto, de trepar a la tapia llena de vidrios y ganar el camino de tierra, dejar atrás el asilo, de ver nada menos que a Gladis entre las muchachitas enloquecidas huyendo de a dos o de a tres, clamando y alentándose, sosteniéndose para escalar la tapia, la negrita se había quitado el camisón para echarlo sobre los vidrios, pasen por aquí, yo me tiro primero, dale la mano a Marta, no ves que no alcanza, espera que yo me trepo primero, vaya  a saber si había luna llena esa noche, en realidad fue  la oscuridad lo que les dio la chance de huir, parece, ya no me acuerdo bien pero por qué, entonces, voy a tener que cuidarme, hermano.—Esta noche quiero estar con vos —dijo Oscar—, supongo que me dejarán tranquilo hasta mañana después de la emocionante ceremonia. ¿Qué pasa en París, vos ya tenés hotel allá o qué?—Nosotras las otesdelér llevamos una vida sumamente morigerada —explicó Gladis muerta de risa—, de manera que el caballero se buscará un hotel por su cuenta. Recibió ronroneando el beso en la oreja, la caricia que resbalaba bajo la blusa, sintió toda separación de aguas, hijita querida, es que sólo los ingenuos creen que se corta con cuchillo, que esto queda aquí y esto allá. Desde luego no entendes una palabra de lo que te estoy diciendo, polaquita.

—Cómo querés que te entienda —murmuró Ludmilla acercándose y metiéndome las manos en el pelo hasta que sus uñas me rascaron como a un gato, cosa que siempre me ha producido un placer extremo—, si empezás a hablar al final del túnel, pájaro espantoso. Y sin embargo mira si soy inteligente, yo creo que te sigo y que no necesitas sacar el mapa  Michelin.

—En sí no es difícil, Ludlud, estaba pensando que el problema de elegir, que es cada vez más el problema de este roñoso y maravilloso siglo con o sin el maestro Sartre para ponerlo en música mental, reside en que no sabemos si nuestra elección se hace con manos limpias. Ya sé, elegir es mucho aunque uno se equivoque, hay un riesgo, un factor aleatorio o genético, pero en definitiva la elección en sí tiene un valor, define y corrobora. El problema es que a lo mejor, y estoy pensando en mí, cuando yo elijo lo que creo una conducta liberatoria, un agrandamiento de mi circunstancia, a lo mejor estoy obedeciendo a pulsiones, a coacciones, a tabúes o a prejuicios que emanan precisamente del lado que quiero abandonar.

—Blup —dijo Ludmilla que siempre decía eso para alentarme.

—¿No estaremos, muchos de nosotros, queriendo romper los moldes burgueses a base de nostalgias igualmente burguesas? Cuando ves cómo una revolución no tarda en poner en marcha una máquina de represiones psicológicas o eróticas o estéticas que coincide casi simétricamente con la máquina supuestamente destruida en el plano político y práctico, te quedas pensando si no habrá que mirar de más cerca la mayoría de nuestras elecciones.

—Bueno, más que mirarse el ombligo como estás haciendo vos, lo que habría que intentares una especie de superrevolución cada vez que se dé el caso, y estoy de acuerdo en que seda todos los días.

—Claro que sí, Lud, pero habría que mostrar mejor esa infiltración de lo abolido en lo nuevo, porque la fuerza de las ideas recibidas es casi espantosa. Lonstein, que como sabes ha hecho un arte de la masturbación aunque creo que nunca te habló del asunto, me mostraba un texto científico Victoriano con la descripción de los síntomas del niño pajero, que es exactamente la que nos hacían nuestros padres y maestros en la Argentina de los años treinta. Cara ojerosa, piel amarillenta, palabra tartamudeante, manos húmedas, mirada débil y evasiva, etcétera; el cuadro persiste seguramente hoy en la imaginación de mucha gente, aunque la mutación generacional no tardará en liquidarlo. Lonstein se reía porque no solamente él no respondió jamás a ese cuadro entre los once y los quince años, sino porque   se acuerda muy bien de que en ese entonces se consideraba una excepción milagrosa y estaba contentísimo de que su viejo no pudiera pescarlo por ese lado; es decir que si te fijas bien, en él había finalmente una aceptación del cuadro clínico tradicional que lo llevaba a imaginar su caso como una excepción privilegiada.

—Yo una vez a los once años me masturbé con un peine —dijo Ludmilla—. Carajo, casi acaba mal, debo haber estado loca.

—Los peines son para que los niños buenos les pongan un papel de seda y entonen alegres melodías, no se te olvide. Y ya que estamos en la sexología, el libro en cuestión alude a otra cosa que siempre me llamó la atención en las novelas libertinas de Sade para abajo, y es la historia de la supuesta eyaculación en las mujeres/¿Eyaculación en las mujeres?/Eso, querida, se diría que nunca leíste Juliette o su numerosa progenie.-

-Sí, bueno, no Juliette, no porque no la conseguí, pero sí Justine.

-Es lo- mismo en bastante menos, pero también allí las mujeres eyaculan, y las razones profundas de esta convicción compartida por todas las eminencias médicas de la época es otro problema que toca a la discriminación sexual y a la primacía de un mundo masculino que se vuelve modelo a imitar, y así la mujer acepta o acaso inventa una eyaculación propia que a su vez el hombre da por supuesta desde el momento que es él quien impone el modelo./Las cosas que sabes./Yo no, un tal Steven Markus que es un águila, pero no se trata de eso sino que un día hablando con un violinista francés amigo de confidencias libidinosas, me contó de una de sus amantes, una caucásica misteriosa llamada Basili que, y me dijo que hacía el amor con tal frenesí que al final eyaculaba de una manera que le dejaba los muslos completamente empapados./Blup./Date cuenta, ese muchacho sabía mucho más que yo de mujeres y sin embargo parecía creer que Basili que era tan sólo la manifestación suprema de algo que él daba por supuesto en todas ellas. No me animé a plantearle el problema pero ya ves cómo ciertas creencias pueden saltar la barrera y seguir actuando del lado opuesto, nada menos que en un tipo que se las sabe todas. Me pregunto si las cosas que quisiera cambiar en mí no las estoy queriendo cambiar sin que en el fondo nada cambie gran cosa, si cuando creo elegir algo nuevo mi elección no está regida secretamente por todo lo que quisiera dejar atrás.

—En todo caso elegís, y cómo —dijo Ludmilla, y se la sentía como un trapito que se va plegando en dos, en cuatro en ocho. La besé y le hice cosquillas, la apreté hasta que protestó, siempre pensando, siempre hablando, siempre Andrés duplicado, salido de él mismo, besándome, haciéndome cosquillas, apretándome hasta que protesto, siempre pensando, siempre hablando, escúchame, Ludlud, ya sé que todo esto es Francine, escúchame,  Ludlud, yo salgo a buscar, necesito salir a buscar, entonces Francine o aquel viaje a Londres en que te dejé plantada porque tenía que estar solo, pero todo estaría en saber si realmente busco, si salgo a buscar de veras o si no hago más que preferir mi herencia cultural, mi occidente burgués, mi pequeño individuo despreciable y maravilloso.

—Ah —dijo Ludmilla—, ahora que lo decís yo no creo que vos hayas cambiado gran cosa desde que empezaste a salir, como decís. Más bien al revés, entonces quod eramdemostran-dum, toma.

—Hm —dijo Andrés buscando la pipa, lo que en él era siempre una técnica dilatoria—.¿Por qué entonces has cambiado vos?

—Porque me decepcionas, porque sos inautèntico, porque en el fondo sabes muy bien que no querés cambiar nada, que esa pipa será siempre tu pipa y guay del que se meta con ella,y al mismo tiempo estás dispuesto a hacer pedazos esta casa de la misma manera que estarás haciendo pedazos la de Francine, porque cada golpe allí o aquí repercute viceversa sin que necesitemos telefonearnos para saber las novedades.

—Sí —dijo Andrés—, sí, Ludlud, pero son dos casas, y siguiendo tu metáfora trata de comprenderme, dos casas son dieciséis ventanas y no ocho, son un gusto diferente de las salsas, una luz que mira al norte y otra al oeste, esas cosas.

—A vos en todo caso no te está sirviendo de mucho tu ubicuidad y tus dieciséis ventanas, vos mismo lo estás sospechando, pero entre tanto hay cosas que ya no serán nunca lo que fueron.

—Quise que comprendieras, esperé una especie de mutación en la forma de quererse y entenderse, me pareció que podíamos romper la pareja y que a la vez la enriqueceríamos, que nada tenía que cambiar en los sentimientos.

—Nada tenía que cambiar —repitió Ludmilla—. Ya ves que tu elección no quería cambiar nada profundo, era y es un juego, lujoso, una exploración alrededor de una palangana, una figura de danza y otra vez de pie en el mismo sitio. Pero en cada salto has roto algún espejo, y ahora salís con que ni siquiera estás seguro de que los rompes por cambiar algo. No hay mucha diferencia entre Manuel v vos.

—Una cosa es útil en esta conversación, polaquita, y es que vos la desacralizás rápidamente, la traes del lado de Manuel, por ejemplo. Tenés tanta razón, yo problematizo al cuete, y para peor dudo del problema mismo. No me tengas lástima, sabes. Ludmilla no dijo nada pero me pasó una vez más la mano por la cara, casi sin tocarme la piel, y era algo que precisamente se parecía tanto a la lástima. En fin, cómo saber cuál de las dos me tenía más lástima porque también Francine se quedaba mirándome de a ratos como alguien que quiere consolar y se dice que es inútil porque no hay ni siquiera desconsuelo, hay esa otra cosa sin nombre que yo no puedo dejar de buscar o de ser, y así da capo al fine.

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