sábado, 24 de marzo de 2012

PEQUEÑA LUZ Por Walter Gómez

Pequeña luz, intentando trepar por todas partes,
introduciéndote en los más recónditos espacios.
¿Querés escapar de esta superficie?
¿O es simplemente que todo lugar te significa
una trampa para semejante plenitud?
Pequeña luz, sos tan potente que ni las paredes te dan
batalla,
por eso a nada le das tregua y a todo le encontrás la
curva.
Sos como el viento que no se ve pero te lleva.
Una amenaza de tormenta que no se concreta
pero asoma y desafía nuestra capacidad de sorpresa.
Y esa imaginación que te lleva a trepar hasta donde se
desconoce,
es la que te sostiene en tu pequeño, y gran maravilloso
mundo.
Sos una diosa en la explosión de mis lágrimas.
Mientras tanto en la espera construyo mi existencia.
Acá estoy, con mi herida expuesta y salada por el mar.
Angel blanco, pequeña luz,
estoy dispuesto a escaparme todo el tiempo
sin salir de la coraza.
Sueño con pasar un año acariciándote sin parar,
aún sabiendo que tu piel me quemará.
Pasaría la lengua por tu reflejo
hasta que se cristalice la saliva
y con ella pueda dibujar la estrella de tu procedencia.
Interrumpiría la energía de tu alma,
para conocer la virginidad de tu iluminación.
Busco pasar meses observando tu boca
y tus ojos, sin pestañar,
para no perderme por un instante cada imagen tuya,
como parte de la eternidad.
Deseo alocadamente compartir un secreto,
para que aún en la distancia,
exista el vínculo que en el silencio del espacio,
nos sostenga como
parte de un todo
Ilustración: Steven Klein

viernes, 23 de marzo de 2012

jueves, 22 de marzo de 2012

EL TREN DE BURDEOS - MARGARITE DURAS



Una vez, tuve dieciséis años. A esta edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigon, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1.930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarles. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: "Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío". Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.
Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer.
El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.
Volvió.
Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.

martes, 20 de marzo de 2012

CANALSURF (welcome to the desert of the real" Morfeo "The Matrix) DE MAYRA SANTOS-FEBRES


Por tele podemos ver cómo la gente:
tiene un parto difícil
tiene un parto fácil
se hace una fertlización in vitro
trae el bebé a la casa
trae un chef a la casa
contruye una casa para una familia en desgracia
se reconstruye la cara
se reconstruye las tetas
se liposucciona
compite para ser supermodelo
compite para ser diseñador de interiores
compite para ser estrella
se pone grapas en el estómago
abre fuego sobre la multitud en Virginia Tech
por tele puedes ver cómo gente:
vive en una isla desierta
vive en un apartamento en Las Vegas
encara sus miedos a comer insectos
encara sus miedos a la soledad
encara sus adicciones sexuales
es soltera en la cuidad de Los Angeles

por tele puedes verte en Kim Basinger
en Angelina Jolie en Holly Berry
y seguir siendo la insignificante nada que eres porque no apareces en televisión
seguir pensando que sería mejor adoptar niños de Cambodia que cuidar/querer/encarar a los tuyos
puedes soñar con Bruce Willis mientras dejas que tu marido puje sudoroso encima tuyo
tu marido que se lo está metiendo a Dakota Waynes, a Shakira, a Beyonce a través tuyo
a través del ocaso technicolor que no se ve por la ventana de tu duplex de cartón madera
en año en que todo se cayó
se cayó el trabajo la promesa, el plan de retiro la playa
pero la tele siguió ahí
y tú seguiste ahí reflejada
sudando mares de Borneo
mientras mirabas como gente de verdad
gente más gente que tú más tuya que los vecinos
se lavaban la boca con Crest y soñaban con un viaje a Italia
decoraban sus casas grandotas y aprendían a vestirse con estilo
se hacían una rinoplastía y te esperaban del otro lado de la pantalla
donde podías ser todas las cosas y su reverso en realidad
vitualidad infinita
tú más tuya que los tuyos y propia la vida al fin
sin tanto desierto que se trage lo que propones.

la niña llora, tus manos tiemblan un tecato se inyecta frente a tu casa
su miniserie ha sido cancelada
sería terrible que la pantalla mostrara lo que ves desde la tuya
perros zarnosos, mujeres gordas, descosidas de abandono
hombres que quieren metértelo y emborracharse
metértelo y huir
metértelo y vertir sangre
pero eso no es real
no es real
no sale en la tele
la equivocacion no es lo real
la equivocacion de esta vida que se sale de señal,
llena de estática.

viernes, 16 de marzo de 2012

PULPO NUBE CRUZ. - Por Laura Soledad Beraldi


En una calle de esas, las finas, en pleno microcentro, en el interior de una casa de esas, oscuras, al anochecer se enciende un televisor. Se enciende con ese ruido de descanso mental, ese, que hace que ellos no piensen en nada. Y en todo.
Cortinas transparentes, líneas negras. Una ventana que se cierra y una sonrisa de costado en la cara de un hombre endemoniadamente llamativo.
Ella lo mira desde la cama, acostada y con las sábanas, siente que se rasca la espalda. Pero, sólo es un revuelque, un refriegue del que sabrá ella el motivo. Nunca ha dejado de mirarlo.
Él se acuesta, siempre en los ojos de ella. Ella lo sigue mirando. Luego se desvían esos cuatro ojos habladores, empiezan a respirar cada vez más cerca.
Cuando sus ojos (los de ella) tocan la piel de él, dentro de ella se enciende otra cosa, una cosa muy distinta al estallido silencioso que antes escupía el televisor.
La mujer se llama Sofía. Sofía, tiene su filo hacia adentro.
La mujer lo mira entonces. Se enciende eso que antes dije. Se ve en su rostro, si se observa, un amor que la contiene, que parece que la inunda, y despacio apoya su cara en su cara, la del hombre. En varios puntos que en macro parecen uno, se tocan su piel y su piel. Y ella cierra los ojos tranquilos, pero por dentro, esos círculos blancos se desarman en miles de círculos minúsculos y del mismo color, que se mueven como luces intermitentes desesperadas, revoltosas. Y mientras gritan fluorescen. Parecen hormigas rojas mutantes. Parece que le están por descarnar los párpados. Pero nada de eso se distingue por fuera de toda ella. Simplemente vemos, desde aquí, un movimiento rápido y sutil, que son sólo contracciones normales del mundo cavernícola ocular.
Mientras la piel de él toca la piel de ella, y los sentidos de ella aceleran su corazón, y su corazón enloquece al mundo minúsculo cavernoso blanco y pegajoso en el que habitan sus ojos, se puede distinguir también, una presión dirigida.
El punto (los puntos) en que se tocan piel con piel, parece dulce y amoroso. Pero, acerquémonos: distingan el imperceptible temblor. Ella presiona. Ella presiona con odio al posible derrumbe de su hombre.
Tanto lo ama, que le pide con la misma fuerza que no la decepcione.

“Esta mujer debería entender que la decepción -y como todo-, nace de uno mismo, que a ningún lado se llega si al otro se le pide “no hagas que mi sueño se caiga” ¡PulpoMeteculpas!
El otro, mujer, no ve el mundo que se esconde detrás de esas cavernas. Así es que tampoco ve tu castillo, ni cómo se derrumba.
¡Mujer pecera, altanera, de luces y borceguíes!”

DOSIIER FOTOGRÁFICO de BETTINA RHEIMS (SEGUNDA PARTE)




Fredor Dostoiesky - MEMORIAS DEL SUBSUELO- FRAGMENTO

Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado. Pero no sé absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele. 
Ni me cuido ni me he cuidado nunca, pese a la consideración que me inspiran la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso... lo suficiente para sentir respeto por la medicina. (Soy un hombre instruido. Podría, pues, no ser supersticioso. Pero lo soy.) Si no me cuido, es, evidentemente, por pura maldad. Ustedes seguramente no lo comprenderán; yo sí que lo comprendo. Claro que no puedo explicarles a quién hago daño al obrar con tanta maldad. Sé muy bien que no se lo hago a los médicos al no permitir que me cuiden. Me perjudico sólo a mí mismo; lo comprendo mejor que nadie. Por eso sé que si no me cuido es por maldad. Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro! Y si me pongo peor, me alegraré más todavía. 
Hace ya mucho tiempo que vivo así; veinte años poco más o menos. Ahora tengo cuarenta. He sido funcionario, pero dimití. Fui funcionario odioso. Era grosero y me complacía serlo. Ésta era mi compensación, ya que no tomaba propinas. (Esta broma no tiene ninguna gracia pero no la suprimiré. La he escrito creyendo que resultaría ingeniosa, y no la quiero tachar, porque evidencia mi deseo de zaherir.) Cuando alguien se acercaba a mi mesa en demanda de alguna información, yo rechinaba los dientes y sentía una voluptuosidad indecible si conseguía mortificarlo. Lo lograba casi siempre. Eran, por regla general, personas tímidas, timoratas. ¡Pedigüeños al fin y al cabo! Pero también había a veces entre ellos hombres presuntuosos, fanfarrones. Yo detestaba especialmente a cierto oficial. Él no quería someterse, e iba arrastrando su gran sable de una manera odiosa. Durante un año y medio luché contra él y su sable, y finalmente salí victorioso; dejó de fanfarronear. Esto ocurría en la época de mi juventud
Pero ¿saben ustedes, caballeros, lo que excitaba sobre todo mi cólera, lo que la hacía particularmente vil y estúpida? Pues era que advertía, avergonzado, en el momento mismo en que mi bilis se derramaba con más violencia, que yo no era un hombre malo en el fondo, que no era ni siquiera un hombre amargado, sino que simplemente me gustaba asustar a los gorriones. Tengo espuma en la boca; pero tráiganme ustedes una muñeca, ofrézcanme una taza de té bien azucarado, y verán cómo me calmo; incluso tal vez me enternezca. Verdad es que después me morderé los puños de rabia y que durante algunos meses la vergüenza me quitará el sueño. Sí, así soy yo.
He mentido al decir que fui un funcionario perverso. He mentido por despecho. Yo trataba, simplemente, de distraerme con aquellos peticionarios y aquel oficial, y jamás conseguí llegar a ser realmente malo. Me daba perfecta cuenta de que existían en mí gran número de elementos diversos que se oponían a ello violentamente. Los sentía hormiguear dentro de mi ser, por decirlo así. Sabía que estaban siempre en mi interior y que aspiraban a exteriorizarse, pero yo no los dejaba salir; no, no les permitía evadirse. Me atormentaban hasta la vergüenza, hasta la convulsión. ¡Oh, qué cansado, qué harto estaba de ellos!
Pero ¿no les parece, señores, que estoy adoptando ante ustedes una actitud de arrepentimiento por un crimen que no sé cuál es? Estoy seguro de que ustedes imaginan... No obstante, les advierto que me es indiferente que se lo imaginen o no.
No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso; ni un canalla, ni un héroe..., ni siquiera un mísero insecto. Y ahora termino mi existencia en mi rincón, donde trato lamentablemente de consolarme (aunque sin éxito) diciéndome que un hombre inteligente no consigue nunca llegar a ser nada y que sólo el imbécil triunfa. Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene el deber de estar esencialmente despojado de carácter; está moralmente obligado a ello. El hombre de carácter, el hombre de acción, es un ser de espíritu mediocre. Tal es el convencimiento que he adquirido en mis cuarenta años de existencia.
Sí, tengo cuarenta años... Cuarenta años son toda una vida; son... una verdadera vejez. Vivir más de cuarenta años es una inconveniencia, algo inmoral y vil. ¿Quién vive después de cumplir cuarenta años? ¡Respondan sinceramente, honradamente! Voy a decírselo a ustedes: los imbéciles y los bribones. Sí, ésos son los que viven más de cuarenta años. ¡Se lo diré en la cara a todos los viejos, a todos esos respetables viejos de rizos plateados y perfumados! Lo proclamaré ante el universo entero. Tengo derecho a hablar así porque yo viviré hasta los sesenta, hasta los setenta, hasta los ochenta años!... ¡Esperen! ¡Déjenme recobrar el aliento!
Ustedes se imaginan seguramente que mi propósito es hacerles reír. Pues no; se equivocan en esto, como en todo lo demás. No soy en modo alguno tan alegre como sin duda les parezco. Por otra parte, si, irritados por toda esta palabrería (porque ustedes están irritados; lo veo), me pregunta qué soy en fin de cuentas, les responderé: soy un asesor de colegio. Ingresé en la Administración para poder comer (únicamente para eso), y el año pasado, cuando un pariente lejano me legó seis mil rublos, dimití al punto y me enterré en mi rincón. Hacía ya mucho tiempo que estaba aquí, pero ahora me he instalado definitivamente. La habitación que ocupo está en los confines de la ciudad y es fea, destartalada. Mi criada es una vieja campesina, malvada por falta de inteligencia. Además, huele mal. Me dicen que el clima de Petersburgo me perjudica, que la vida aquí es muy cara, e ínfimos los recursos de que dispongo. Lo sé; lo sé mucho mejor que todos esos sabios donadores de consejos. Pero me quedo en Petersburgo. No me iré de Petersburgo porque... Bueno, ¿qué importa que me marche o no?
Sin embargo ¿de qué puede hablar un hombre honrado con más placer?
Respuesta: de sí mismo. ¡Por lo tanto, voy a hablarles de mí mismo! II
Ahora voy a contarles, señores (quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado convertirme en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello.
Una conciencia demasiado clarividente es (se lo aseguro a ustedes) una enfermedad, una verdadera enfermedad. Una conciencia ordinaria nos bastaría y sobraría para nuestra vida común; sí, una conciencia ordinaria, es decir, una porción igual a la mitad, a la cuarta parte de la conciencia que posee el hombre cultivado de nuestro siglo XIX y que, para desgracia suya, reside en Petersburgo, la más abstracta, la más «premeditada» de las ciudades existentes en la Tierra (pues hay ciudades «premeditadas» y ciudades que no lo son). Se tendría, por ejemplo, más que de sobra con esa cantidad de conciencia que poseen los hombres llamados sinceros, espontáneos y también hombres de acción. 
Ustedes se imaginan (apostaría cualquier cosa) que escribo todo esto por darme importancia, por burlarme de los hombres de acción, por darme tono a la manera del fatuo que arrastraba el sable y del que les he hablado hace un momento, pero eso sería de muy mal gusto. Pues ¿quién puede pensar, señores, en vanagloriarse de sus enfermedades y utilizarlas como pretexto para darse tono?
Pero ¿qué digo? Todo el mundo obra así. Precisamente de sus enfermedades extraen la gloria. Y eso hago yo, probablemente aún más que nadie... En fin, no hablemos más del asunto: mi objeción es estúpida.
Sin embargo (estoy firmemente convencido de ello), la conciencia, toda conciencia es una enfermedad. Lo mantengo. Pero dejemos esto por ahora. Respóndanme a esto: ¿cómo es que siempre, en el preciso instante -como hecho adrede- que me sentía más capaz de apreciar todos los matices de lo bello, de lo sublime, como se decía en nuestra patria hace poco, se me ocurría no sólo pensar, sino hacer cosas tan inconvenientes? Eran actos que todos realizan con oportunidad, pero que yo cometía precisamente cuando me daba perfecta cuenta de que había que abstenerse de ejecutarlos. Cuanto más clara conciencia tenía del bien y de todas las cosas «bellas y sublimes», tanto más me hundía en mi cieno y tanto más capaz me sentía de sepultarme en él definitivamente. Pero lo más notable es que este desacuerdo no parecía un hecho fortuito, dependiente de las circunstancias, sino algo que ocurría del modo más natural. Se diría que éste era mi estado normal, y en modo alguno una enfermedad o un vicio; tanto, que finalmente perdí todo deseo de luchar. En resumen, que casi admito (y tal vez sin «casi») que aquél era el estado normal de mi espíritu. Pero, al principio, ¡cuánto sufrí en esta lucha! No creía que los demás pudiesen estar en el mismo caso, y a lo largo de toda mi vida he mantenido en secreto este rasgo de mi carácter. Me avergonzaba de él (es posible que me avergüence todavía). Tan lejos iba en esto, que experimentaba una especie de placer secreto, vil, anormal, al volver a mi casa, a mi agujero, en una de las turbias e ingratas noches petersburguesas, y decirme que otra vez había cometido una villanía aquel día y que sería imposible repararla. Entonces me roía interiormente. Me roía, me desgarraba a dentelladas, bebía largamente mi amargura, me saciaba de ella de tal modo, que al fin experimentaba una especie de debilidad vergonzosa, maldita, en la que saboreaba una verdadera voluptuosidad. ¡Sí, lo repito: una verdadera voluptuosidad! He sacado a relucir esta cuestión porque deseo saber si otros conocen semejantes voluptuosidades.
Me explicaré. La voluptuosidad procedía, en este caso, de que me daba clara cuenta de mi humillación, la cual procedía del convencimiento de haber llegado al límite. «Tu situación es abominable -me decía a mí mismo-, pero no puede ser otra; no tienes ninguna salida; no podrás cambiar nunca, porque, aunque tuvieras el tiempo y la fe necesarios para ello, no querrías convertirte en otro hombre. Por otra parte, aunque quisieras cambiar, no podrías. ¿En qué otra cosa te transformarías? ¡Quizá no hay ninguna!»                                                         
Pero lo esencial- y esto pone fin a la cuestión- es que todo se realiza de acuerdo con las leyes fundamentales y normales de la conciencia refinada, y mana de ella directamente, tanto, que es por completo imposible no sólo cambiar, sino, generalmente, reaccionar de algún modo. La conciencia refinada nos dice, por ejemplo: «Tienes razón, eres un canalla». Pero el hecho de que yo pueda comprobar mi propia condición canallesca no me consuela lo más mínimo de ser un canalla. ¡En fin, basta ya! ¡Cuántas palabras, Dios mío! Pero ¿qué he explicado? ¿De dónde proviene esa voluptuosidad? Sin embargo, me interesa explicarlo todo. Iré hasta el fin. Para eso he tomado la pluma...
Empezaré por decir que tengo un amor propio tremendo, que soy tan desconfiado y susceptible como un jorobado, como un enano. Pero, verdaderamente, ha habido momentos en mi existencia en los que, si me hubiesen dado una bofetada, me habría sentido quizá muy dichoso. Hablo en serio; habría podido encontrar en ello cierto placer..., el placer de la desesperación, desde luego. Pues la desesperación oculta la voluptuosidad más ardiente, sobre todo cuando la situación aparece sin salida. Sin embargo, en el caso de la bofetada, ¡qué sensación de aplastamiento se experimenta!    
Pero lo principal es que siempre resulta que soy yo el culpable, sea cual fuere el lado desde el que examinen las cosas, y es más: culpable sin serlo, por lo menos, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Soy culpable, ante todo, porque soy más inteligente que cuantos me rodean (siempre me he considerado más inteligente que las personas que me rodeaban, e incluso -¡fíjense ustedes!- mi sensación de superioridad me confunde hasta el punto de que miro a la gente de reojo, por no poder mirarla cara a cara). Soy culpable, además, porque, aún cuando me hubiese sentido generoso, el convencimiento de que esto era inútil sólo habría servido para atormentarme más. Desde luego, no habría adelantado nada. No habría podido perdonar, porque el agresor me habría golpeado seguramente, de acuerdo con las leyes de la naturaleza, las cuales no se preocupan por nuestro perdón. Además, me habría sido imposible olvidar, porque el insulto, por natural que sea, siempre es un insulto. En fin, si renunciaba a ser generoso y pretendía, por el contrario, vengarme del agresor, no podía cumplir este propósito, porque me era imposible decidirme a obrar, aún teniendo la facultad de hacerlo.
Pero ¿por qué? Sobre esto quisiera decirles a ustedes unas palabras.

LEOPOLDO MARECHAL - POEMAS-





       El amor es un robo me dijiste una tarde...

El amor es un robo -me dijiste una tarde-
robamos y nos roban, y así pasa de modo
que en los senderos quedan nuestras mejores galas
resecas como lirios que marchitó el otoño.
Han pasado los años y de nuevo tu imagen
cruzó por mis ideas con la luz de un meteoro,
y mirando en mi abismo y hallando mucha sombra
recuerdo tus palabras: El amor es un robo.

                        Canción

El Río de tu Sueño cantará el abecedario del agua.
Tendrá árboles, como llamas verdes
chisporroteando alondras;
y altos bambúes cazarán el girasol de las lunas
en el Río de tu Sueño que sólo tú remontas.

El alba será un loto que perfuma
la muerte de tus noches;
de picotear estrellas estarán ebrios tus pájaro-moscas.
Habrá remansos y un polen que hace dormir al viento
en el Río de tu Sueño que sólo tú remontas.

Con mi remo al hombro he visto zarpar cien días.
Mis hermanos pelarán la fruta del mundo, la más roja...
Con mi remo inútil, a lo largo de las noches,
busco el Río de tu Sueño que sólo tú remontas.


De la adolescente

Entre mujeres alta ya, la niña
quiere llamarse Viento.
Y el mundo es una rama que se dobla
casi junto a sus manos,
y la niña quisiera
tener filos de viento.

Pero no es hora, y ríe
ya entre mujeres alta:
sus dedos no soltaron todavía
el nudo de la guerra
ni su palabra inauguró en las vivas
regiones de dolor, campos de gozo.
Su boca está cerrada
junto a las grandes aguas.

Y dicen los varones:
«Elogios impacientes la maduran:
cuando se llame Viento
nos tocará su mano
repleta de castigos.»

Y las mujeres dicen:
«Nadie quebró su risa:
maneras de rayar le enseñaron los días.»

La niña entre alabanzas amanece:
cantado es su verdor,
increíble su muerte.