martes, 25 de octubre de 2011

FERROCARRILES ARGENTINOS por Elvio GAndolfo

Estévez es bajo, robusto, compacto. Quien lo ve caminar por las calles del centro sentado en el asiento de un ómnibus le da alrededor de 35 años. Es la edad que tiene. Hace 15, 20 años, quiso ser escritor. Soñaba con poner en marcha historias breves o largas que tomaran impulso lentamente y luego se desarrollaran sin parar, de un modo natural, hasta llegar a un punto final inevitable como el destino.
Estévez nunca escribió nada. Pero nunca se sintió frustrado. Porque a partir de los 18 años empezó a viajar con frecuencia a Buenos Aires, y después de los primeros cinco o seis viajes, eligió siempre el tren. Los viajes de cuatro horas y media, incluidos los diez o quince minutos de espera en la estación de Rosario, que solía pasar esperando hasta el último minuto para subir, salvo que un viento frío barriera los andenes de la estación Norte, reemplazaron sin que él lo supiera la necesidad interior que tuvo durante la adolescencia de narrar, de escribir historias.
porque en cuanto la locomotora comenzaba a arrastrar lentamente los vagones y el techo de la estación Norte terminaba y Estévez veía los autos circular bajo el puente de las vías, y después los baldíos con una lámpara solitaria y apagada durante el día, las casas progresivamente más bajas, los barrios pobres, el campo, el propio viaje en tren reemplazaba con ventaja todo relato posible. O, para expresarlo mejor, era todo relato posible. La marcha lenta al principio y progresivamente más veloz de la locomotora hacía que el mundo formado por los vagones de primera, de segunda y pullman tomara impulso y estuviera lanzado después en una historia que se desarrollaba repetida, naturalmente, hasta detenerse en un punto de  llegada, la gran estación de Retiro en Buenos Aires, tan inevitable como un destino.
A Estévez le gustaba leer policiales. Como en las policiales, parte del viaje -o el relato- era pura fórmula: inevitablemente pasaba el vendedor de gaseosas y sandwiches, impidiendo dormir a todo el mundo con su pregón: inevitablemente, pero sólo en algunas épocas, pasaba también el mozo del coche-comedor que anotaba reservas para la cena o el almuerzo; inevitablemente el tren se detenía en San Nicolás primero y en Miguelete después (así como en la vida o en las historias hay momentos de calma, de reflexión pero que nada tienen que ver con el punto final de arribo); inevitablemente el baño de caballeros del vagón estaba ocupado o roto, o bastante sucio. Pero también como en toda policial, lo que importaba eran los detalles que variaban: el compañero o la compañera de asiento primero, y del coche-comedor después, los ocupantes de los demás vagones, o el clima que se desplegaba como un telón más allá de las ventanillas: nubes, cielo azul, lluvia torrencial o mansa.
Desde que a los 18 años comenzó a viajar bastante en tren cuando debía ir a rendir cuenta de las ventas de prendas de lana a Buenos Aires, después de conseguir la concesión de la zona centro de Rosario, hasta hoy, en que cualquiera que lo vea en un ómnibus o en el andén de la estación Norte o incluso negociando una partida de pulóveres en una boutique del centro le da 35 años, Estévez ha viajado en tren como quien viaja en una historia. Más aun: a partir de los 25, en que los viajes se hicieron definitivamente regulares (dos veces por mes), Estévez abandonó progresivamente el gusto o el vicio de leer policiales, a tal punto una cosa reemplazaba la otra.
Siempre había admirado, por ejemplo, y sobre todo cuando la policial no era un libro sino una película, el sentido del ritmo: exigía que hubiera detrás de los hechos y los personajes un compás firme, regular, casi inadvertido que pudiera, sin romper su estructura básica, acelerarse o disminuir según las situaciones, como aumenta o disminuye -esta vez en la vida- el latido de un corazón según los momentos- Y el tren, a diferencia del ritmo totalmente caótico por momentos y aburrido en otros de un motor de ómnibus, tenía ese ritmo, cuando las pesadas ruedas metálicas pasaban sobre las junturas de los rieles y establecían una percusión que se enlentecía en las curvas o en las paradas, y se aceleraba en los tramos rectos, o llegaba casi a la angustia cuando en épocas de descuido de los muy viejos ferrocarriles Argentinos el maquinista debía tomar con suma lentitud un tramo donde las vías habían quedado debilitadas por una inundación que les había quitado la grava entre los durmientes, o hacía tiempo que cuadrillas de control no pasaban a ajustar los gruesos bulones y ver que todo estuviera en orden.
Para Estévez, en realidad, viajar en tren, más que subirse siempre a un mismo cuento, una misma historia, es subirse cada vez a un capítulo levemente distinto de una novela. Por eso recuerda pocas veces un viaje particular. Más bien han quedado fijos en su memoria momentos que no sabría ubicar con precisión en una época o en un viaje determinado, así como de todas las novelas policiales que ha leído le han quedado apenas fugaces detalles de un personaje o un entorno: la casa del lago donde se cometió un asesinato, un rufián melancólico que tironea nervioso de una cadenita, una mujer bella que de pronto es quebrada por la fatalidad y deja caer un boleto de tren sin que el lector sepa con exactitud qué le ha provocado tanta angustia, al llegar en un sobre anónimo, sin ningún mensaje que lo acompañe.
Hay sin embargo un viaje que estévez recuerda con precisión, tal vez porque entonces los detalles fueron más fuertes que la estructura, que el ritmo de las ruedas contra las junturas, que los rasgos de pura fórmula. Era una época poco común en cierto sentido: había una dictadura. Y decimos "en cierto sentido", porque las dictaduras no son tan infrecuentes como pudiera crerse en el país de Estévez, donde circulan como historias de más o menos vagones sobre su inmenso territorio los trenes de los Ferrocarriles Argentinos.
Aunque esa vez Estévez y sus compañeros de vida en aquel país advertían oscuramente que era una dictadura distinta a las demás: basta con precisar que el tren en el que Estévez regresaba de Buenos Aires llevaba apenas tres vagones, cuando la cantidad promedio había sido hasta poco antes de entre diez y quince. Aquí debemos aclarar algo: Estévez nunca viajó en los vagones pullman. No porque no pudiera costearlo, dado que la empresa le pagaba el viaje, sino porque consideraba que aquellos asientos acolchados, aquel aire acondicionado, aquella pequeña banda de ayudantes que le llevaban a uno el maletín, le limpiaban el asiento o le preguntaban si estaba cómodo, no tenían -para Estévez- absolutamente nada que ver con lo que significaba viajar en tren. "Es algo" pensaba Estévez, esta vez muy consciente, "Tan desabrido y tonto como viajar en un podrido avión."
De modo que Estévez estaba viajando en un tren muy corto -y por lo tanto extravagante, poco común- en medio de una dictadura argentina que la gente palpaba distinta a las demás, en un vagón de primera, que suele tener asientos un poco más cómodos que los de segunda (aunque menos clima comunitario) y menos que los de pullman (aunque son más personalizados).
Los dos hechos que hicieron que Estévez terminara por separar ese viaje de los demás en su memoria son de tipo exactamente opuesto: el primero inexplicable, el segundo, en cambio, mucho más asimilable a una historia. Es más: a Estévez nunca le ha costado contar en rueda de amigos o conocidos el segundo. En cambio nunca narró a nadie el primero, por que fue para él tan impenetrable que advierte oscuramente que es una historia sin principio ni destino, una especie de nudo gordiano secreto, relacionado con lo que hizo memorable a aquella dictadura dentro de la cual -rodeado por la cual- el tren de Ferrocarriles Argentinos en que iba Estévez desarrollaba su marcha sobre los rieles.
De todos modos, fue así: ocurrió que una mujer joven, con un niño en brazos, subió en Retiro equivocada al tren en el que iba Estévez. Ella tenía pasaje para Córdoba, para un tren que estaba estacionado en otra plataforma. La mujer se angustió mucho al principio, y su angustia hizo que casi todo el pasaje del vagón de primera, incluido Estévez, sintiera compasión por ella e insistiera una y otra vez en que todo se resolvería. Después de todo, el pasaje a Córdoba salía más caro -el doble- que el de Rosario, y por lo tanto la mujer tenía pleno derecho económico a viajar en el tren equivocado.
La tensión creció un momento cuando la puerta del vagón se abrió y aparecieron un par de inspectores que -como suele ocurrir con frecuencia notable en los Ferrocarriles Argentinos- eran un inspector flaco y un inspector gordo, y, también como suele ocurrir, el gordo era el que exhibía más poder; en otras palabras, el que pedía y cortaba los boletos. El pasaje entero del vagón se irguió un poco, algunos con los ojos clavados en la mujer con el niño, o en los dos inspectores otros, o pasando de una a los otros la mayoría. Es más: no bien los inspectores entraron, hubo comedidos que comenzaron a explicarles el problema, mientras la mujer se limpiaba con el dorso de la mano las lágrimas que amenazaban con empezar a caer, y el niño -de dos o tres años- permanecía absorto en un trance infantil de serenidad absoluta.
Contrariamente a lo que podía esperarse, el inspector gordo resultó bonachón, comprensivo. Se acercó a la mujer y se informó en detalle de su problema. Allí empieza lo que Estévez no puede explicarse, tal vez porque él mismo formó parte de lo que ocurrió más de lo que hubiera deseado y eso le impide tener la imparcialidad de un observador. A pesar de que el pasaje entero comprendía y compadecía a la mujer, y de que el inspector también la comprendía y compadecía, la decisión final, legal, que el pasaje del vagón no llegó a discutir con la suficiente energía como para impedirla (aunque hubo veladas críticas en los rincones al inspector, y hasta a la pareja de inspectores), la decisión final fue que la mujer debía descender en un punto intermedio del recorrido y de la noche, en un andén vacío y desprovisto de una población que lo rodeara, instalado allí simplemente, en medio de la pampa, para que después la mujer hiciera lo que pudiera: conseguir un auto que la acercara a un punto civilizado, empezar a caminar en medio de la noche sin destino fijo, o sentarse a llorar. En otras palabras, protagonizar una de esas historias que Estévez odiaba, sin principio, sin desarrollo claro, sin final, sin rieles, sin ritmo.
El inspector, después de aclararle a la mujer con su voz comprensiva, bonachona, que no perdería dinero, porque el pasaje podía ser utilizado en otro viaje semejante, se dirigió hacia la locomotora para avisar al maquinista la breve detención. Y unos veinte minutos después, en medio de comentarios ahora sí soliviantados, hasta violentos, contra las reglas tan estúpidas como las que obligaban a una mujer con un niño a quedar sola, a la buena de Dios en medio de la nada, el tren se detuvo brevemente, apenas el tiempo de dejar que la mujer llegara a la escalerilla metálica y descendiera, para después seguir su camino.
Estévez, apoyado en el borde un poco sucio de la ventanilla, vio cas¡ en primer plano a la mujer -que no parecía demasiado asustada- iluminada por los focos del pequeño andén solitario; sin una sola casa alrededor, probalbe apostadero para cargar agua o combustible, sin que hubiera al menos una luz tranquilizadora tras las ventanillas, que indixara la presencia de un encargado, un guardabarreras, alguien en suma. Después la vio alejarse lentamente -siguió su imagen con un moroso movimiento de cabeza, acompañando el del tren- hasta que andén y mujer fueron tragados por la noche como un pequeño escenario con una sola actriz.
La asociación del andén desértico con el teatro, Estévez la recuerda cada vez que recuerda el viaje, porque motivó en realidad la segunda parte, la comprensible, la que no tuvo inconvenientes en narrar más tarde. Frente a él, porque era un asiento doble, iba una mujer delgada, alta, veterana pero aún bella, con un tapado de piel poco frecuente en aquellos años. Cuando Estévez dejó de mirar por la ventanilla, en medio del clima curiosamente solidario que la pequeña tragedia había provocado en el pasaje (aunque de una solidaridad que de nada sirvió para impedirla), dijo una frase tonta: "qué barbaridad", "esa mujer sola en medio de la noche", "podrían haber hecho otra cosa", o algo por el estilo. La mujer, a su vez, se puso a hablar con Estévez de modo lento, sereno pero interesado, como si lo conociera desde hacía años.
le contó que -como él- viajaba con frecuencia en tren a Buenos Aires, aunque desde hacía menos tiempo: apenas dos años. mientras Estévez iba descubriendo en la conversación que la mujer era mucho más inteligente y sensible de lo que él había supuesto a partir de su tapado de piel (por un estúpido prejuicio social ), la mujer le contó que hacía dos años la fábrica de muebles del marido se había fundido, como se habían fundido tantos cientos de fábricas de muebles y de todo tipo de objetos en todo el país por aquellos años, y que ella había tenido "que sacar pecho y encargarse del hogar". Había desenterrado un título de abogada, había conseguido un empleo en los tribunales de Buenos Aires, y desde entonces era la que permitía que la familia siguiera económicamente en pie.
A Estévez le extraño que la mujer no lo dijera con orgullo sino con cierta pena y tanteó delicadamente el motivo. Lo que le preocupaba a la mujer era que el marido se sentía resentido con la situación: después de haber sido el laborioso pater familias que traía cotidianamente el sustento, deambulaba ahora solo y sin propósito en la vida por los cuartos de la casa, cada vez más deprimido, tal vez imaginando inexistentes aventuras de su mujer en Buenos Aires.
Estévez se conmovió por lo que la mujer le contaba, aunque se dio cuenta de que en buena medida estaba descargando parte de la emoción contenida cuando ocurrió lo de la otra mujer, la del niño, la del andén en la noche, y comenzó a hablar con un tono tan lento, personal e íntimo como ella. Mientras lo hacía, no dejó de tomar en cuenta que la mujer se desabrochaba poco a poco el tapado, y que un momento después se lo abría, en una mezcla de reacción objetiva ante el cambio de clima del vagón -de pronto hacía más calor, tal vez porque había empezado a funcionar la calefacción, que tan mal suele funcionar en los Ferrocarriles Argentinos-, pero tambien en parte por el calor mismo del dialogo.
Relajado yo por completo, confidencial, Estévez llegó a decirle a la mujer que muchos años atrás, cuando muchacho, había pensado en ser escritor, en narrar historias que atraparan al lector.
La reacción de la mujer fue inesperada, pero en última instancia comprensible: se irguió bruscamente al oír la confesión, y con ojos brillantes, acuosos, que le quitaban muchos años de encima a su rostro, le dijo que ella por su parte siempre ( y recalcó por segunda vez: "siempre") había querido ser actriz. Pero había vivido desde niña en San Nicolás, que era una ciudad pequeña, sin llegar a tener la oportunidad de seguir después de sus primeros escarceos con el teatro liceal, por que decidió dedicarse al estudio de leyes, y allí estaba, manteniendo a la familia y un tanto deprimida porque el marido circulaba por las habitaciones vacías, con las manos en los bolsillos.
A esa altura, Estévez disfrutaba plenamente de la situación. Sobre todo porque en ingún momento se le ocurrió imaginar que la conversación con la mujer del tapado podía terminar en una relación, apresurada o no, de tipo sentimental o erótico. A eso lo ayudaba, por su parte, el hecho de que fueran los dos rodando sobre las ruedas deun tren, rodeados por el ritmo gratuito y persistente que imprimían las junturas de los rieles a las pesadas ruedas de metal. Pero sobre todo porque esa historia de la mujer del tapado, sin que él lo supiera, iba a recordarla siempre en el futuro como la parte explicable del viaje, no para ocultar sino indisolublemente ligada a la otra, la sumergida, la inexplicable, la de la mujer que se equivocó de tren -quería ir a Córdoba y se subió al de Rosario-, que se quedó perdida e intraducible -como tantas otras cosas de aquella época- en un pequeño, solitario, nocturno andén de los Ferrocarriles Argentinos.
                                      por Elvio Gandolfo

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