jueves, 19 de mayo de 2011

LOS RETROCELOS Por Julian Barnes



HACE POCO UNA CORTE de Hong Kong trató el caso de Sun Biu, de noventa y tres años, acusado de arrastrar fuera de la cama a su esposa de ochenta y seis años y patearla repetidas veces porque pensaba que estaba teniendo un affaire amoroso. En ocasiones anteriores este nonagenario suspicaz había empujado y golpeado a la esposa mientras la acusaba de tener "amigos". El jurado dejó libre a Sun Biu bajo fianza y le aconsejó, en uno de los juicios más arcaicamente deliciosos de la historia legal, que no fuera tan celoso en el futuro.
El lugar común actual respecto a los celos sostiene que son razonablemente poco frecuentes, que quedan limitados sobre todo a los inexpertos, y que poco a poco se extinguen a medida que las actitudes más iluminadas hacia el sexo se filtran en la sociedad. Todas estas afirmaciones parecen discutibles. Si el incesto es el crimen doméstico no divulgado, los celos son la emoción doméstica no confesada; las personas maduras y las ancianas, aunque alentadas a creer que esta pasión es vergonzosa, si no realmente ridícula en ellos, la sienten con la misma agudeza que los jóvenes; y no muestra indicios de marchitarse.
Los celos constituyen una falla importante en la suposición esperanzada de los años ‘60 acerca de que cuanto más gente se acuesta contigo más te aflojas; de que un aumento en el tráfico sexual produce una disminución en las emociones desagradables excitadas a veces por el asunto. Más sexo, más emociones, más problemas: esa parece ser ahora la línea lógica. Y para culminar, nuevas zonas de crecimiento aprovechables para los celos parecen estar surgiendo sin cesar.
Los celos retrospectivos, por ejemplo, se han convertido en una pequeña industria rozagante: los celos que la segunda esposa tiene de la primera, el esposo celoso de los amantes previos de su mujer, cada uno se inicia sexualmente celoso/a de las conquistas anteriores de su compañero/a. Otro motivo para cavilar es ese azaroso pasaje al comienzo de cualquier relación en el que te presentan las astillas del pasado de tu amante: junto con las cómodas delicias normales del descubrimiento y el anexamiento, llega aquel nauseabundo instante en que una astilla penetra, cuando adviertes que el pasado es otras personas. Como esa persona, y aquélla, y tal vez incluso aquélla.
Las reuniones sociales se convierten en trampas cazabobos; la mente suspicaz imagina gestos privados de entendimiento, códigos y símbolos de un pasado amenazante. ¿Por qué me están mirando de ese modo? ¿Lo hicieron, o no? Aunque el autolacerador no lo advierte, éste es con frecuencia un intercambio en dos sentidos, porque el pasado también puede sentirse celoso del presente... por lo común con buenos motivos.
Los retrocelos son avergonzantes, extraordinariamente inútiles, entusiastamente eliminados una vez que se han esfumado, y considerablemente más comunes de lo que creen aquellos que nunca los han experimentado. Hace dos años, cuando publiqué una novela sobre el tema, varias personas insinuaron que los retrocelos tenían tanta relevancia contemporánea como un mosquete; una cantidad gratificantemente mayor me hizo confesiones casuales, levemente embarazadas sobre ellas, que confirmaron cuán insidiosamente adaptables pueden ser los celos a las circunstancias especiales del individuo.
Un amigo, por ejemplo, con un pasado sexual bastante lascivo, se había casado hacía poco con una mujer que llegó virgen al altar. Pocas oportunidades aquí para los retrocelos, al menos de parte de él, podría pensarse. En absoluto: mi amigo logró tener celos de los diversos hombres con los que su esposa no se había acostado, debatiéndose en un torno de desprecio obsesivo por el fracaso de ellos en hacer aquello que, en caso de haberlo hecho, probablemente lo hubiese vuelto a él aún más celoso.
¿Un caso excéntrico? Pero cuando se trata del sexo, todos somos casos excéntricos. "Mi propia creencia", escribió W. Somerset Maugham, "es que difícilmente exista alguien cuya vida sexual, si fuera transmitida por radio, no llenara al mundo entero de sorpresa y horror". John Lennon, por ejemplo. ¿El apóstol de la libertad de la droga, el liberador sexual, el príncipe del "letting it be", ve y haz lo que quieras? En una entrevista realizada poco después de la muerte de Lennon, la propia Yoko Ono admitió que en su esposo había agudos retrocelos, que contaminaron incluso las zonas más banales de la vida en común. Lennon la había obligado, por ejemplo, a escribir una lista completa de sus amantes anteriores, y le prohibía leer diarios japoneses por temor a que le recordaran con demasiada violencia los años anteriores al momento de conocerlo.
En la jerarquía de los celos, los de tipo retrospectivo desempeñan tanto el papel del aristócrata como el del imbécil. Si se da que surgen de una conducta muerta, ininfluenciable, adquieren un matiz refinado, superior, casi altruista. Por otro lado, tienen un C.I. muy bajo: a diferencia de la mayoría de las formas de los celos, lo que hace mover el aparato aquí es siempre intelectualmente indefendible. Oigan cómo empieza el catecismo de los retrocelos: ¿Quieres que quien te acompaña siga siendo virgen hasta que él/ella te conozca? Por supuesto que no. ¿Quieres que él/ella no sea apreciado hasta ese momento? Por supuesto que no. ¿Quieres que él/ella nunca haya tenido impulsos, inquietud, o experimentado una plena satisfacción sexual? Por supuesto que no. Y así sigue el catecismo. Pronto te encuentras ensartado en un anzuelo doble y mayor: ¿Preferirías magnánimamente que la vida anterior de quien te acompaña hubiese sido feliz... en cuyo caso él/ella podría estar menos dispuesto a apreciar la maravillosa buena suerte de encontrarte? ¿O en beneficio de tus propios intereses preferirías que hubiese sido desdichada,... en cuyo caso le estás deseando la desgracia a quien declaras amar?
Los retrocelos, a diferencia de sus hermanos más familiares, también pueden crecer hasta convertirse en una obsesión mayor. La fijación en aquella relación previa, aquel amor anterior, resulta ser entonces simplemente la abertura a zonas más amplias de atónito resentimiento: una especie de rabia tonta contra la inmutabilidad del pasado y un quejido metafísico ante el hecho de que las cosas pueden ocurrir realmente en el mundo a pesar de tu ausencia. Una vez más, surge la tentación de autofelicitarte por haber arrinconado una marca nítidamente superior de celos... hasta que el imbécil regresa para darte un buen golpe en las orejas.

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